sábado, 27 de noviembre de 2010

El Guardián de la séptima y última esclusa del río Våno

            Me llamo Sigilo Henn. Tengo treinta y dos años. Soy el Guardián de la séptima y última esclusa del río Våno. Mi trabajo consiste, además de dejar paso  a los muertos, en acompañarles en una de las tres direcciones o, para que se me entienda mejor, hacia una de las tres desembocaduras del río que les conducen a parajes que desconozco. Para llevar a cabo esta tarea, dispongo de un barco con cuatro Remeros que suelen jugar a las cartas mientras esperan a que les llame.
           
            A mi cargo le corresponde una pequeña pero agradable casa cercana al río, en la ladera de la montaña, desde la cual puedo vigilar a los Remeros tanto así como percibir la diminuta vela blanca de las balsas de los muertos acercándose a la esclusa. Dedico mi tiempo libre a mi huerta y a mi jardín. Al acabar mi jornada, me siento en el patio delantero de mi casa a fumar una pipa y a escribir poesía. Oigo con frecuencia a los Remeros que riñen por las continuas trampas que hacen para ganar. Cada mañana, repito a los Remeros que deben respetar el silencio y que tendrían que moderar sus disputas.

            No se nos permite compañía, por lo que mi mujer y mis dos hijos viven en una aldea situada detrás de la montaña, a un día de camino. La alegría de verlos, una vez al mes, está ensombrecida por la intranquilidad de tener que dejar la esclusa bajo la responsabilidad de uno de mis Remeros: primero porque a los Remeros no les gustan las responsabilidades, pero sobre todo porque no han sido formados para esta función que precisa una destreza en la interpretación de los signos, de la cual carecen por completo. En reglas generales, cuando estoy ausente, se limitan a impedir que los Mangoneros se acerquen demasiado a la esclusa. Así que mi regreso está siempre marcado por una gran actividad debida a la acumulación de los muertos.

            Para conseguir este empleo, tuve que desplazarme a Yahnoh, capital de la provincia del Terende, a dos días de camino de mi aldea, y presentarme en la tercera planta del Sumum, situado entre las calles Mosz y Rtarg. Me quedé varios días, sometido a todo tipo de pruebas y exámenes para evaluar mi adecuación a los requisitos, que no son pocos, para tener el privilegio de ser el Guardián de la séptima y última esclusa del río Våno.

            Como lo he dicho, mi trabajo consiste en dirigir los muertos hacia una de las tres desembocaduras del  río, cada una señalada por una especie de molino de color distinto: amarillo, rojo y azul. Una de las dificultades de mi cometido reside en la acertada interpretación de los distintivos que señalan cada muerto, elementos que tienen que permitirme, sin equivocarme, dejar que los Remeros les guíen hacia la desembocadura correcta. A veces es muy simple: si el muerto llega con un dedo cortado, le corresponde la desembocadura amarilla, si tiene la mano cortada se le atribuye la roja y el brazo entero, la azul. Pero los signos no son siempre tan transparentes y a menudo requieren cierto tiempo antes de levantar la duda. Tomaré un ejemplo: hace dos meses, llegó un muerto con la oreja izquierda cortada: ¿Qué decidir? Estaba inmerso en mi perplejidad cuando uno de los cuatro Remeros se me acercó y me tendió un naipe, el quince de perla, donde un castillo azul en llamas está sobrevolado por cinco águilas. Quise preguntarle lo que motivaba tal conclusión, pero como a los Remeros les es tajantemente prohibido hablar con los Guardianes, sólo pude deducir que para un Remero la razón de la evidencia no era otra cosa que la propia evidencia.

            Los Remeros suelen contratarse en función de unas pruebas muy rudimentarias basadas sobre sus aptitudes físicas y su habilidad a hacer trampas en los juegos de cartas. Lo sé porque, después de examinarnos y haber sido seleccionados para el puesto, los Guardianes tenemos dos días de formación durante los cuales asistimos a clases preparatorias seguidas de ejercicios prácticos. Hay una clase especialmente dedicada a los Remeros. Se nos dice por ejemplo que no dejemos ni una mañana sin pedirles respetar el silencio y moderar sus disputas.

            Los muertos, normalmente instalados sobre unas balsas reglamentarias hechas de nueve troncos y provistas de una pequeña vela, descienden el río al ritmo de su lento transcurso; sin embargo, según el viento y la habilidad o la torpeza de los Remeros para encaminarlos apropiadamente, puede ocurrir que las balsas se queden atrapadas entre las hierbas de la orilla. A esas alturas del río, ni los Guardianes, ni los Remeros tienen permiso alguno para acercarse a los muertos. Esta tarea recae sobre los Mangoneros, que viven y trabajan en la orilla opuesta a la de los Guardianes. Si el muerto está inmovilizado en la orilla prohibida, dado que los Mangoneros no están autorizados a cruzar el río, que tampoco disponen de barcas, la única posibilidad que les queda es unir palos, varitas, ramas y, mediante una cuerda atada en la extremidad, conseguir atrapar o el diminuto y frágil mástil de la balsa, o alguna extremidad de uno de los troncos.

            Los Mangoneros son, por lo general, muy poco hábiles, así que cuando un muerto está preso por las hierbas en la orilla opuesta, se juntan, empiezan a discutir sobre la mejor manera de atar las ramas, de ubicar la soga en su extremo y de colocarla para desbloquear la balsa. Los divergentes puntos de vista retrasan considerablemente el desenlace de su intervención.

            Una de las características de los Mangoneros es su mal carácter, también su propensión a enfadarse cuando están tardando demasiado y que se acerca la noche. Su enojo, rematado por unos gruñidos de poco fiar, va creciendo según se dan cuenta de que no podrán llegar para la cena, y a los Mangoneros les enfurece tener que comer frío. En cambio, los Remeros están encantados de asistir a los enfrentamientos de los Mangoneros. Cuando saben de un muerto parado en la orilla prohibida, cogen sus sillas, y se preparan a disfrutar de lo que para ellos es uno de los espectáculos más entretenidos que haya. A veces sus risas son tan fuertes que sus alientos mueven las hierbas donde el muerto está detenido, la balsa describe entonces un discreto movimiento, se libera y retoma su rumbo en dirección a la esclusa. Los Mangoneros, entre indignación, furia y resentimiento, no tardan en ponerse a insultar a los Remeros, amenazando con denunciarles al Sumum. A regañadientes, los Remeros recogen sus sillas y vuelven a su casita para seguir jugando a las cartas.

            La séptima y última esclusa está acoplada a un dispositivo elaborado para que a los muertos no les salpique el agua. Según se va accionando el mecanismo para abrir la primera puerta de la esclusa, suben cuatro pequeños pilares que se van colocando en los cuatro ángulos de las balsas. En este instante, la necesidad de precisión para presentar el muerto es fundamental. El riesgo es obvio: si uno de los pilares no alcanza el ángulo correcto, se crea un desajuste en el equilibrio que podría conducir a la peor catástrofe: la caída del muerto al agua. Si esto sucediera, evidenciaría la incapacidad del Guardián para seguir ejerciendo como Guardián.
           
            Cuando empieza el proceso de colocación de los pilares, los Remeros dejan su partida, se acomodan en la orilla y examinan con destacado interés cada paso de la operación, dispuestos a informar a las autoridades del más mínimo desajuste o, peor aún, de la más mínima negligencia capaz de conducir al contacto directo del muerto con la impura agua del río.
           
            Los días de viento más intenso que de costumbre, los muertos llegan a la esclusa con mayor rapidez. Por desgracia, la estructura de la esclusa sólo admite los muertos uno por uno, por eso es imprescindible formar una fila de espera que puede llegar a alargarse de manera muy preocupante, pues aunque el Guardián no descanse entre dos muertos, la esclusa tiene un tiempo mínimo para vaciarse y llenarse de nuevo. Es durante estos momentos de especial apremio que un Guardián se siente, por mérito propio, plenamente Guardián. Además, sé que las esclusas uno a seis han sido desarrolladas para dar cabida a tres muertos a la vez. En temporada alta, es decir cuando se sabe de una guerra, de una epidemia o de la recrudescencia de los delitos castigados por la muerte, puede que pase varios días sin descansar, vaciando y llenando la esclusa, interpretando los signos y dirigiendo a los muertos hacia la desembocadura correspondiente. Estoy tan atareado que ni siquiera puedo alimentarme de otra cosa que no sean las hierbas de la orilla. Durante estos tiempos de escaso sueño, adelgazo tanto que cuando me ve mi mujer, se asusta y me obliga a comer cazuelas enteras de carne en salsa.

            Son ya varios días sin que ningún muerto haya comparecido en la entrada de la esclusa. Los Remeros han empezado a mostrar señales de impaciencia, sus peleas jugando a las cartas son más violentas de lo habitual y me es muy difícil razonarles por la mañana. Cuando me formé para este cometido, una de las clases que recibimos trataba justamente de la tendencia de los Remeros a la impaciencia y a no poder estar demasiado tiempo desocupados. En este caso, existen dos alternativas: la primera, y desde luego la más compleja, aconseja leerles en voz alta el Libro de los Muertos, que consiste en una adaptación, muy por debajo de un nivel literario aceptable, del famoso texto de los antiguos Egipcios. Esta primera opción topa con la atrofia de la facultad de concentración de los Remeros y su natural predisposición a las trampas, hasta en su comprensión de las frases; la segunda, más arriesgada aunque de una efectividad más convincente, radica en retarlos para que ingieran en un tiempo reducido la más inverosímil cantidad de alimentos. Al ganador se le otorga, en vez de remar, el insigne honor de llevar la cuenta del ritmo de los remos: un, dos, tres, cuatro. Pero se sabe que los Remeros prefieren quedarse apartados de las responsabilidades y si, en un primer momento, se alegran de poder competir con sus compañeros, su júbilo demuestra poca solidez, sobre todo cuando se dan cuenta de que el premio conlleva una ampliación de sus atribuciones. Por lo tanto, considero estas dos sugerencias de limitado provecho en el momento de solventar el problema planteado y de hallar alternativa a este período de febril inactividad.

            Hace dos días, por la noche, después de haber constatado cómo habían fallado las enseñanzas recibidas durante mi formación, agotado y un tanto desesperado por no poder encontrar la solución idónea, me senté a descansar en el patio de mi casa, encendí mi pipa y empecé a hojear mi último cuaderno de poesía. También me puse a leer en voz alta algunos poemas. Por lo general, son textos que hablan de soledad, de amor, pero  muchos son como cuentos infantiles que escribo para mis hijos. Describo cómo el viento juega con los rayos del sol, cómo la montaña habla con las nubes, y cómo el río Våno canta al oído de los muertos. La luz escaseaba y había tenido que encender un par de velas. De repente, saliendo de la oscuridad, vi acercarse las siluetas musculosas de los Remeros. Me sorprendió porque nunca se habían atrevido a infringir la tajante prohibición de subir a mi casa. Pero seguí leyendo. Avanzaron unos pasos más. Podía distinguir sus rudas caras barbudas curtidas por el sol especialmente fuerte en la inmediatez de la séptima y última esclusa. Se sentaron en silencio, las piernas y los brazos cruzados. Leí hasta que las velas se consumieron por completo. Cuando acabe pronunciando la última palabra del último poema se levantaron en el mismo silencio y se fueron a su casa. No les oí durante todo el día. Al día siguiente, es decir ayer, al desaparecer la luz detrás de la montaña, se repitió exactamente la misma escena con una variante que introduje: leí doscientas veces el mismo poema, titulado La voz del viento, y como durante la noche anterior, al apagarse las velas, regresaron a su casa en silencio.

            Hoy ha llegado por fin un muerto. Tenía un dedo de la mano derecha cortado. Sin lugar a duda estaba destinado a la desembocadura del molino amarillo. Al llamar a los Remeros, han salido de su casa mostrando una inusual alteración de su apariencia: los cuatro estaban afeitados y se habían cambiado la ropa. Les he mostrado el muerto y les he señalado el molino amarillo. Han esperado a que la esclusa pusiera el muerto al nivel del último tramo del río, han atado la balsa y han comenzado a remar camino a la desembocadura amarilla donde han dejado el muerto a merced de un viento ligero. Han permanecido los once minutos reglamentarios y cuando la balsa iba desapareciendo en el recodo de la desembocadura amarilla, han hecho marcha atrás para volver a la esclusa. Llegados a mi altura, han mirado a lo lejos. En el río Våno, ningún muerto se estaba presentando. Pensaba que se iban a ir hacia su caseta, pero se han puesto a escrutar mi rostro con una inquietante insistencia. Estaba a punto de comunicarles que podían marcharse, pero el más alto y más fuerte de los cuatro ha incumplido con la regla número tres -que expone que Ningún Remero está autorizado a dirigirse verbalmente a un Guardián, que fallar a esta regla implica directamente el Consejo Riguroso y, acto seguido, el Tribunal Elevadísimo-, y me dice:
-Señor Guardián de la séptima y última esclusa del río Våno, no queremos morir antes de haber oído por última vez La voz del viento.
Marco una breve pausa antes de contestarle:
-Has roto con la regla numero tres y conoces el castigo. ¿Piensas que oír La voz del viento es razón suficiente para morir?
El segundo Remero toma la palabra:
-Ya varias veces hemos muerto, pero ahora sabemos que se puede morir por algo tan hermoso como La voz del viento.
-Esta noche, oiréis La voz del viento, les aseguro.
El tercer Remero se acerca para añadir:
Esta noche estaremos muertos, lo que confirma el último Remero repitiendo las mismas palabras que su compañero.
A penas me da tiempo de contestar y de recitar el primer verso de La voz del viento cuando aparecen cuatro jinetes con sus armaduras plateadas reflejando los rayos del sol. Casi no les podemos mirar por la intensidad de la luz, pero escuchamos la voz de uno de ellos:
-Es la hora.



            Mi oreja derecha ha sido cortada. Me han vestido con una amplia túnica blanca y mi balsa ha empezado a deslizarse sobre el río Våno. Veo las nubes dibujar sus extrañas formas más allá de los picos de las montañas. He pasado suavemente por las seis primeras esclusas y me estoy aproximando a la séptima y última. Sólo dos veces los Mangoneros me han empujado de sus largas ramas para corregir mi rumbo. El Guardián de la séptima y última esclusa del río Våno me está examinando. Dice: ¿Hacia qué desembocadura lo voy a mandar? Se acerca uno de los Remeros y responde: No cabe la menor duda, tiene que ir por la desembocadura roja. El Guardián clava sus ojos en el rostro inexpresivo del Remero, vuelve a examinarme, observa los lados de mi cara. Anuncia: Roja.

            Los Remeros acaban de irse. Una brisa hincha la vela de mi balsa. El molino rojo se está alejando. Me estoy deslizando sobre la desembocadura roja al final del río Våno. Puedo sentir la mirada del Guardián de la séptima y última esclusa sobre mí. Me estoy deslizando sobre la desembocadura roja al final del río Våno. Me empiezan a pesar los párpados. A penas si puedo oír el susurro del viento en la vela de mi balsa. A lo lejos, el ruido de los cascos de unos caballos acercándose a la séptima y última esclusa del río Våno.
           

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