domingo, 19 de diciembre de 2010

Historias de los Tarabiskotes y de los Indudiablillos, Preámbulo, por Valentino Wajciechosczaf

Erase una vez, una vez pequeña, muy pequeña, hasta diminuta, un pueblo llamado los Tarabiskotes. Aspiraban a la paz, hablaban a veces de paz universal, pero en el fondo (de hecho no les gustaba demasiado las alturas) lo que más anhelaban era hallar algo cercano a una paz interior extensible a su propia comunidad. En cuanto a la paz universal, de momento la dejaban colgada de un horizonte un tanto lejano y apuntada en el apartado “por hacer” de sus numerosas tareas. Así
que estar en paz y vivir en paz no constituían meros lemas, se tenían más bien que considerar como el ábrete Sésamo de una existencia armoniosa y de la palabra que lo resumía todo: paz. Sin embargo, no otorgaban ningún poder a las fuerzas ocultas, lo que no les impedía estar muy atentos y preparados para lo que no se esperaban y que llamaban la realidad. No eran en absoluto ingenuos, pues aunque tuvieran que elegir entre el día y la noche sabían que no impediría que el primero siguiera al segundo y el segundo al primero, hecho que, en vez de amargarles, renovaba su dinamismo y fortalecía su voluntad para que cada día tuviera luz propia y concluyera con una pizca de satisfacción. En definitiva, la imposibilidad para el ser humano de hacer otra cosa que proyectarse en un futuro más o menos inmediato movilizaba sus energías, iluminaba sus ojos y les hacía zambullirse en un presente ajetreado, muy marcado por la febril e intensa necesitad de alojarse en lo que seguían nombrando el sentido.

Este último era una característica de los Tarabiskotes, era su modus vivendi así como su desgracia, pues… pensaban.

De hecho eran perfectamente capaces de parar una construcción para interrogar el arquitecto sobre la adecuación de una puerta colocada allí o allá en función no solamente de su utilidad sino también, y sobre todo, del valor de su presencia en la concepción general del edificio. En pocas palabras, nunca se enfrentaba a la realidad sin estudio previo de sus pormenores, se trate de una ley o de la colocación de una puerta.

         Aunque gozaran de una total libertad de invención, de pensamiento, de acción, para los Tarabiskotes existían expresiones prohibidas como ¡Qué le vamos a hacer!, ¡No hay remedio!, ¡Es así!. Para ellos, nunca era “así”, nunca. Tampoco se resolvían a aceptar la fatalidad, sencillamente (aunque la sencillez no haya sido nunca su distintivo más prominente) porque para ellos la fatalidad y, dicho de paso, tampoco el azar, podía tener un papel más relevante que la consideración, primero, de las operaciones de la mente y, segundo, de las relaciones entre sí de cada detalle. Añadiremos que, se trate de una puerta o de una ventana, lo primordial era su capacidad de abrir sobre algo, y a este algo lo solían considerar como el primer peldaño hacia la aventura o, expresado de otro modo, la creación.

Pero tampoco les gustaban expresiones como “operaciones de la mente”. La mente no era para ellos una fórmula, una ecuación, un sistema cerrado, era más bien un ser vivo, con sus contradicciones, sus dudas, sus entramados, y por qué no, sus límites. Entonces nada de “operaciones de la mente”, nada de geometría del pensamiento, de algebra conceptual, de mecánica psicológica, de estadísticas especulativas, nada de programación neuronal, a todo este equipaje de disparate definicional preferían la claridad del sabio Kobayashi Yapaklesu contenida en su último haiku:
                            Flor de arena
                            Una llama furtiva
                            Luz encendida


Del más allá tenían una consciencia más bien distraída. Dios, la idea de la divinidad, el Olimpo, los ídolos, los dogmas de fe, las inclinaciones apocalípticas eran para los Tarabiskotes juguetitos conceptuales fabricados para el entretenimiento, el analfabetismo intelectual y el puro consentimiento a la ignorancia. Y cuando uno de ellos anunciaba haber sido “iluminado por la verdad”, organizaban una célula de crisis a la cual la totalidad de la comunidad acudía para erradicar en común esos demonios de la certeza. La cuestión de saber lo que les esperaba después de la muerte no entraba en sus temas predilectos. ¿Después? Una eternidad, grande o pequeña, en función de la huella que llegarían a dejar. Y poco más. De todos modos, no se preocupaban demasiado por este asunto.

Aunque se enorgullecieran de no participar de esta farsa orquestada por fuerzas de descerebración sin embargo muy potentes, no sacaban ningún tipo de vanidad de su excepción, sólo aprensión, a veces tristeza, pero en todo caso mucha, mucha vigilancia, en especial hacia los más jóvenes, tiernas y vulnerables esponjas listas para absorber cualquier ilusión disfrazada de novedad.

         Los Tarabiskotes no eran misántropos, pero podían perfectamente exclamar ¡Al carajo la humanidad! sin sentirse ni egoísta ni sectarios. Simplemente no creían en el progreso, tampoco en la historia, y no se revolcaban en la satisfacción de sí mismos ni en el odio o el miedo hacia la diferencia.

Se les intentó etiquetar como “puros cerebros”. Nada más lejos de la realidad. Esta reducción no tomaba por ejemplo en cuenta su propensión a gozar de placeres muy terrenales como lo eran sus borracheras que lograban siempre una mención especial en sus diarios. También disfrutaban de la complicidad carnal y consideraban el sexo como una vía de conocimiento de lo más agradable, sin olvidar que obviar el antes y el después hubiera sido como quitar el primer y el último capítulo a una buena novela. También sentían lástima por las comunidades que afirmaban que era pecado o mero instrumento de reproducción en manos de unas entidades menos visibles que la sonrisa de una mariposa. Sí, disfrutaban de la vida, comían con gusto, adornaban sus casas, plantaban flores, se reían de las bromas, pero no dejaban de considerar estas dimensiones de sus vidas como artes inferiores, artes de lo cotidiano que no tenían la más mínima comparación con la música, la escultura, la pintura, el teatro o la poesía. De hecho eran amantes incondicionales de todo tipo de espectáculos donde intervenía uno de estos artes que calificaban de mayores. Y si su economía era desastrosa, no sostenía la comparación con la perspectiva de un concierto en la plaza pública, de una obra teatral o de una exposición de pintura en uno de sus numerosos espacios reservados para estos acontecimientos tan esperados.

         Los Tarabiskotes no vivían en una burbuja hermética, cerrados a la diferencia. Cuando se presentaban visitas en son de paz o amistad eran caluros anfitriones. También disponían de representantes, diseminados por el mundo, que les solían trasmitir a diario noticias del exterior.

         Tecnológicamente muy avanzados y muy dados a la invención de nuevas herramientas, las utilizaba con parsimonia, siempre cuando el artilugio era una manera de resolver una dificultad o de mejorar un dispositivo. Pero nunca se plantearon darle más importancia, razón por la cual cuidaba de muy cerca a las jóvenes generaciones cuyo carácter no era del todo preparado para reconocer que el tiempo no se podía malgastar en irrisorias sesiones de entretenimiento.

Aunque no ausente de fricciones, discusiones, desacuerdos, la vida de los Tarabiskotes transcurría, pacífica y apasionada. Hasta algunos, quizá los más optimistas, hablaban de felicidad.

         Los Tarabiskotes tenían enemigos históricos: los Indudiablillos. Pero ya tendremos tiempo de hablar de ellos.

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