martes, 22 de marzo de 2011

Crónicas intempestivas, por Valentino Wajciechosczaf. 2011-03-22.

Adoro leer los diarios de artistas. Es como probar, durante un tiempo, la camisa de otro, o, según el individuo, sus zapatillas, su pijama, su traje de cosmonauta o su tanga. Muchos autores suelen hablar de la dificultad de serle fiel al proyecto inicial que no es otro que mantener un rumbo lo más regular posible. Paul Valéry escribió su diario durante cuarenta años, cada día, de las cuatro a las ocho de la mañana. En cambio, otros son mucho más dados a los saltos, en el tiempo -según el humor o la necesidad-, en la geografía -real o imaginaria-, y van escribiendo como una mujer embarazada necesitando comer fresas a las cuatro de la madrugada (no me ha pasado nunca pero tiene que fastidiar). En este caso, la gran diferencia es que el diarista no tiene que despertar a ningún genitor para encontrar esta deliciosa planta perenne de la familia de las Rosáceas en medio de la noche. El diario es un género tan amplio que cuesta proponer una definición (por si alguien la quiere), puede que no sea más que una extensión del yo y una manera de combatir lo que Cioran llamaba la caída en el tiempo. Bueno, tomar una caña con unos amigos también… Admitamos que nos encantan las vidas ajenas, más aún si se trata de seres que, de una manera o de otra, han abierto una brecha en nuestro encarcelamiento existencial lleno de obligaciones, responsabilidades, imposibilidades, y un largo etc., tan tremendo como terrorífico.

Sí, adoro zambullirme en estos escritos que son la vida misma, su respiración, su crispación, su deseo de existir, su desesperación, hasta su asfixia. Hago como un paréntesis en mi propia vida, y me instalo para ver desfilar las sombras chinas de los demás. De repente existo de un modo nuevo, casi intacto. Como si hubiera firmado un pacto de no intervención y de no presencia. Sin embargo no tiene nada que ver con el cine o la novela: no soy un espectador pasivo e infantilizado en el primer caso, y no me identifico con un héroe de ficción en el segundo. La gran diferencia radica en el pacto tácito que existe entre el autor y el lector, un pacto de veracidad. En lo que se refiere a los varios tipos de escritos autobiográficos (memorias, autorretrato, etc.), el diario de artista tiene una especie de plusvalía por su contexto y su contenido: la creación, el poïen o la poïesis, es decir el hacer. En El Banquete, Platón define la poïesis como “la causa que convierte cualquier cosa que consideremos de no-ser a ser”. En el mismo diálogo, Diotima habla de la lucha por la inmortalidad directamente en relación con tres tipos de  poïesis: “natural a través de la procreación sexual, en la ciudad a través de la consecución de la fama heroica y, por último, en el alma mediante el cultivo de la virtud y el conocimiento." Dejaremos por hoy el primer punto porque, quizá más que buscar la inmortalidad, la procreación, según lo sugería Simenon, es una manera de crearse jueces y de vivir sin intermedio en una sala de audiencia (los abogados y demás gente de disfraz oscuro me entenderán). En cambio, las ideas de fama, virtud y conocimiento están directamente relacionadas con mi tema en el sentido de una trinidad de frecuente infidelidad entre las partes. Pero ¿qué busca el diarista y por qué el lector necesita creer que lee la verdad del otro? En su Dietario voluble (2008), Enrique Vila-Matas escribe:

“Michel de Montaigne, en el siglo XVI inventó el género del ensayo en la torre de su castillo próximo a Burdeos, donde decidió dibujarse a sí mismo en su verdad ordinaria. Toda la literatura de la época moderna nacería en lo alto de esa torre, en el momento exacto en el que Montaigne confesó, al comienzo de los Ensayos, que escribía con la intención de conocerse a sí mismo. Hoy sabemos ya perfectamente qué clase de consecuencias trajo aquello. No mucho después de que en la escritura empezáramos a “buscarnos a nosotros mismos”, comenzó a desarrollarse una lenta pero progresiva desconfianza en las posibilidades del lenguaje y el temor a que éste nos arrastrara a zonas de profunda perplejidad. A principios del siglo pasado, la carta ficticia en la que Hofmannsthal (en nombre de Lord Chandos) renunciaba a la escritura precedería a casos como el de Fernando Pessoa, que percibió muy pronto que la materia verbal no podía llegar a ser nunca una materia plenamente transparente y, consciente de esto, se fraccionó él mismo en una serie de personajes heterónimos: toda una estrategia para poder adaptarse a la imposibilidad de afirmarse como un sujeto unitario, compacto y perfectamente perfilado. Era la misma imposibilidad que, discurriendo acerca de los diferentes estados cotidianos de su humor, ya había apuntado el propio Montaigne en sus ensayos.

Quizá, en nuestras lecturas, busquemos los rasgos de una transparencia perdida e ideemos la reconstrucción de vidas difractadas mediante el paciente seguimiento de pasos que nos conducen de una lavandería a un burdel, pasando por el confesional de un sacerdote lujurioso. Quizá también no haga falta acudir a los heterónimos para subrayar la imposibilidad unitaria de la cual habla Vila-Matas. Quizá, por último, todos seamos fragmentos atrapados en una fusión inconclusa. Y quizá, como posdata, nos hallemos tan desconsolados de haber roto todo tipo de lazo con lo que hubiésemos podido ser y que, por pereza, vanidad o dejadez, hemos transferido a la entrada “otro” de nuestro propio diccionario. Ahora puede que entienda mejor la exclamación aterrada de Virginia Woolf en su diario íntimo:

                ¡Qué vergüenza! ¡Qué vergüenza! Desde el 27 de abril hasta hoy, no he anotado una sola palabra. Y ahora escribo únicamente para tener una excusa y no copiar un par de páginas de El cuarto de Jacob. A la vuelta de Rodmell, la depresión siempre se agudiza. Quizá la fiebre persistente sea la causa de mis altibajos. Pero los diez días en Rodmell se me han pasado sin sentir. Allí se vive para el espíritu. Me deslizo con naturalidad de la escritura a la lectura, y, entre ambas, paseo, paseo a través de las altas hierbas de las praderas o las colinas. Y así, desde luego, se produce, a la vuelta de Rodmell, un vacío; y la razón del vacío se olvida, como se olvida lo que contiene el vacío”.

De olvido en olvido, no dejamos de intentar llenar el vacío que se apodera, no sólo de la página en blanco, sino sobre todo de las vidas en blanco, y no estoy muy lejos de pensar que las vidas saturadas por el movimiento son también una manera de vaciar el vacío. ¡Menos mal que Vila-Matas nos recuerda que la transparencia es más bien utópica, porque entre tantos vacíos, ni llegamos a ser el sueño de un sueño soñado por un empedernido dormilón, se llame Calderón de la Barca o Lamadre Queleparió!

Por mi parte, varias veces he empezado un diario, hasta empecé uno cuando nacieron mis hijos, o mejor dicho cuando la futura madre me anunció que estaba embarazada. No duró mucho (no hablo del embarazo, que duró un tiempo razonable, sino de la escritura de este diario). Volví a leerlo diez años más tarde. En estas páginas me preguntaba básicamente qué tipo de padre iba a ser. También investigaba el por qué de tener hijos y amenizaba las páginas mediante citas, la mayoría de escritores, sobre el hecho de ser padre, como la de Georges Simenon antes mencionada. Si uno no quiere avergonzarse de sí mismo y “woolferir” sus lamentos, la falta de constancia se convierte en la peor enemiga, como una mala consciencia que taladra día y noche nuestra lamentable falta de continuidad y de rigor. Así que para escribir felizmente un diario, no puede de ninguna manera ser un diario, sino una suerte de pálido cuaderno de apuntes dispuesto a ser abandonado y retomado como una amante poco exigente y, sobre todo, de extrema paciencia.

Cuando no habla con su gata o no la va buscando por todas partes, mi madre también escribe un diario. Apunta donde ha ido a dar su paseo diario, qué ha comido, qué programa de televisión ha visto, quien ha llamado por teléfono, y si se siente feliz (porque su gata duerme a su lado), angustiada (por no encontrar a su gata), cansada (de buscar a su gata), etc. Pero sobre todo apunta si yo me he ido, si he estado trabajando en mi despacho durante el día o si he salido por la noche y, por consiguiente, si la he dejado sola, lo que se suele convertir, al día siguiente, en este tipo de frase: “Mala noche. V. ha salido”.  ¿Corresponderá la escritura del diario de mi madre a una de las categorías de la poïesis descrita por Platón? Dudo mucho que la búsqueda de la fama heroica entre en sus objetivos. ¿Busca el conocimiento? ¿La virtud? Pues, no tengo otra respuesta que decir que la mantiene en contacto con la vida y con el yo del otro que no es otro que yo mismo. ¿O será su gata?

Aunque no venga al caso, lo diré igualmente. El otro día (no este, sino aquel), entre sollozos (porque la gata se había escondido Dios y su pandilla saben dónde), mi madre me dijo: ¡Es que no lo entiendes, es ella lo único que tengo en el mundo! De repente, vi mi odiado yo (Pascal), menguar; era como si, gracias a mi madre, esa vanidosa costumbre de considerar el vaso de nuestro ser en el mundo medio lleno se esfumaba y como si apenas era una mancha de dentífrico en el lavabo que un poco de agua podía borrar. Si siento una poderosa atracción por los diarios de artistas, en cambo aborrezco las poesías basadas sobre un yo desmesuradamente presente, como un neumático sobrehinchado, y me sigue extrañando que no explote, y que al contrario se reproduzca, se reconduzca, de poema en poema. Muchos poetas  ganarían, no sólo en dejar sus composiciones en el tintero, sino también en beberse directamente dicha tinta. A pesar de coincidir con estas pinceladas de Jules Renard en su diario: “Aunque no habla [escribe], se sabe que piensa [escribirá] tonterías”; “Hay gente tan aburrida que te hace perder un día en cinco minutos”.

No puedo sino dar las gracias a mi madre, y quizá también a su gata, por recordarme que el yo no es otro que la base del pedestal de una egolatría fútil. En definitiva, el diario íntimo es muy a menudo como un parque temático dedicado a la vanidad, a la enormidad de un yo convencido de su importancia y sobre todo convencido de que ningún detalle será irrelevante para la escultura triunfal que exponer a la vista de todos. Quizá no vendría mal recordar esta frase del personaje principal de Fernando Vallejo en La Virgen de los sicarios: “¿Qué es la gloria? Es esto, una estatua cagada por las palomas”.

En fin, como dice mi compadre Nene: “Siempre nos quedarán Tom Wolfe y Abū l-Walīd Muhammad ibn Ahmad ibn Muhammad ibn Rushd”.

Continuará…

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