miércoles, 30 de marzo de 2011

Jorge Edwards: «Creo que el alma puede salvarse con cualquier religión, incluso con ninguna»

Jorge Edwards publica «La muerte de Montaigne», sobre el antidogmático pensador, travieso y pícaro novelesco personaje.

por ANTONIO ASTORGA 
En «La muerte de Montaigne» (Tusquets), Jorge Edwards, premio Cervantes, embajador de Chile en París, relata cómo el Señor de la Montaña (Michel de Montaigne, uno de los más grandes pensadores de la Humanidad) se volvió con los años misántropo, adquirió un punto de misoginia, gota, hipertensión, y una probable diabetes. A fines de agosto o comienzos de septiembre de 1592, perdió la curiosidad, el deseo de leer, pisaba la antesala de la nada. Tenía la mano nudosa, manchada. Le había salido un flemón en la garganta, que le ardía como fuego vivo. Montaigne contemplaba las caras conocidas que desfilaban delante de su lecho de muerte, en su torre de Babel, y él inclinaba la cabeza, con una mueca, con un estremecimiento convulsivo de la espalda, con una agitación vaga de los dedos. «Adelante, regocijados e hipócritas amigos», parecía decir —cuenta Edwards—, como diría pocos años más tarde un casi contemporáneo y tocayo suyo, Cervantes, «que yo me voy muriendo y ustedes, en cambio, están condenados a seguir trotando, y sufriendo, y sudando la gota gorda».
Pocos días antes de su muerte, Montaigne hizo llamar a sus sirvientes y a otros allegados para distribuir entre ellos, a cada uno, con el mayor cuidado, sus legados en dinero, porque anticipaba que sus herederos legítimos no repartirían estas asignaciones con rigor.
—Quevedo admiraba, como usted, al Señor de la Montaña.


—Michel de Montaigne era el Señor de la Montaña porque en Burdeos, puerto fluvial cerca del mar, 50 kilómetros hacia dentro, hay una montaña y él se hizo llamar así: Montaigne. Se hizo construir una Torre, que olería a pescado. Sigue igual y van muy pocos franceses a visitarlo. Allí preguntas y no saben quién es. Montaigne es mucho más mío que de ellos.
—¿Qué descubrió visitando esa Torre de Babel que jamás imaginó?
—Los ensayistas y críticos no se han dado cuenta y no hablan de lo siguiente: en el estudio hay tres caballetes con tres sillas de montar. A Montaigne le gustaba mucho ensillar un caballo y partir de viaje, a veces por una semana. Al final, hizo un viaje de dos años llegando hasta Roma, a caballo.
—¿Dónde arranca su fascinación por Michel de Montaigne?
—Leyendo literatura española: Unamuno, todo Azorín, que lo cita muchísimo, Baroja, Maeztu... Y de repente me metí en Montaigne. No paré. El libro no es de erudición, es una novela.
—Montaigne no pensaba como un hombre de partido: tomaba partido.
—Él pensaba que los partidos tenían que hacer ciertas cosas que evitaran la guerra. Era un pensador de la paz social,contrario a la crueldad. Se dice que esto se debe a que tenía un antepasado judío por el lado de su madre.
—Que tenía raíces españolas.
—La madre de Montaigne era López de Villanueva. Y algunos antepasados cercanos a él habían sido torturados por la Inquisición, quemados. Montaigne tiene un ensayo sobre los caníbales, en el que sostiene que son más humanos que nosotros los humanos porque matan de un golpe a la gente y se la comen; en cambio, nosotros la torturamos, inferimos una muerte lenta. En ese ensayo sobre los caníbales, Montaigne se muestra completamente contrario a la desigualdad, incluso racial.
—Usted, maestro Edwards, como «Persona non grata», «desconcertó a la izquierda». ¿Montaigne desconcertaría, hoy, a diestra y siniestra?
—Seguro que sí. Sería muy poco ideólogo. Sobre todo, desconcertaría a la izquierda porque haría cosas muy conservadoras. Sería un liberal con elementos de social-demócrata. En una carta a Enrique III, Montaigne es muy moderno. Le dice que los impuestos son injustos porque los nobles están exentos de ellos y los únicos que los pagan son los pobres, y eso hay que modificarlo. Como ve, un postulado de izquierda.
—¿Gustaba de placeres mundanos?
—No quería vivir estresado, comía con una mano —era muy goloso—, de forma muy rápida, se mordía frecuentemente los dedos, y les salía sangre.
—Pero era sobre todo ensayista.
—Cierto. Dice: «Yo escribo ensayos, no resultados». En las vigas de su estudio, él pide que le escriban frases como «Yo me abstengo», o «El hombre es la medida de todas las cosas».
—¿Cómo amaba Montaigne?
—No era un tipo excesivamente mujeriego... Confiesa que en algunas épocas de su vida frecuentó «casas de mala reputación». Y que tuvo bastante suerte porque solo tuvo tres enfermedades, las venéreas. O sea, que le parecían pocas. De una de esas casas sale molesto porque dice que él solo quería conversar y le cobraron.
—¿Cómo hace Montaigne la crítica de los idólatras del conocimiento?
—Sostenía que cuando no se tiene una gran cultura se tiene la idolatría de la cultura. Su padre contrató un profesor para que le hablara en latín.
—Pero en el Vaticano Su Santidad pateó al Señor de la Montaña.
—Sí. El embajador francés lleva a Montaigne a visitar al Papa en época de guerra religiosa. Los italianos le censuraron todos sus libros. Sus Ensayos los estudió un miembro de la Congregación de la Fe. Le interrogaron, pero le dejaron pasar. Entonces, visita al Papa, que calzaba zapatillas blancas con una cruz roja. En un momento de la ceremonia, Montaigne tiene que besarle los pies al Papa. Lo hace, y el Santo Pontífice le pega una soberana patada.
—¿Y qué arguyó Montaigne?
—El Señor la Montaña dijo que «eso fue porque el Papa estaba un poco molesto» con el examen de su ensayo que había hecho ese miembro de la Congregación de la Fe.
—Le acusaron a Montaigne de usar palabras y escenas un poco crudas.
—Muchos años después de su muerte, a Montaigne lo pusieron en el «Índice» \[libros prohibidos perniciosos para la fe\]. Montaigne describe unas «procesiones fálicas que se hacían en Roma» y que las «señoras más distinguidas llevaban colgando del cuello un falo hecho de cera...». Luego tiene un ensayo maravilloso, «Sobre unos versos de Virgilio», en el que describe la competición que entabló una emperatriz romana con una prostituta profesional para saber cuántos hombres podrían recibir en una sola noche.
—¿Y quién ganó?
—La emperatriz.
—¿Qué descendencia dejó?
—Tuvo varios hijos, pero se murieron jóvenes todos. Sobrevivió Leonor.
—¿Y cuáles eran sus convicciones?
—Dicen que era ateo en el fondo de su alma, pero era un católico liberado.
—En París lo apresaron. ¿Por qué?
—Lo llevaron a un calabozo. La Liga católica, los ultras, dominaban París y los protestantes habían asaltado a los católicos. Y en represalia, como Montaigne era demasiado frío como católico, lo tomaron preso. La Reina Catalina de Médicis lo salvó.
—Montaigne creía que tanto la religión protestante como la católica podían salvar el alma.
—Yo creo que el alma puede salvarse con cualquier religión, e incluso con ninguna. Pero él era moderado, ¡claro!, si no lo quemaban vivo.

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