sábado, 2 de abril de 2011

Entrevista con el poeta Antonio Gamoneda

 
“Yo ya no soy ese niño, pero el niño sigue dentro del viejo”
Ima Sanchíz
Nunca formó parte de un grupo literario ni poético. Durante 25 años trabajó en un banco en Oviedo, ciudad a la que se trasladó a los tres años de edad; un trabajo que odiaba. Y cuidó de su madre, que ha sido pieza clave en su poesía y en su vida, y que enviudó cuando él tenía un año.
El poeta Antonio Gamoneda define su existencia como “silencio, soledad, frialdad y pobreza”. El reconocimiento le llegó cumplidos los 50, con el premio Castilla y León de las letras (1985) y el Nacional de Poesía (1987). Su poesía, reunida en Esta luz (Galaxia Gutemberg / Círculo de Lectores), ha vendido siete ediciones. En la vejez le llegaron el premio Reina Sofía y el Cervantes y decidió que había llegado el momento de mirar hacia atrás y contar su infancia (Un armario lleno de sombras), que transcurrió en León, una de las ciudades más castigadas por la represión franquista. Son las memorias de un niño contadas con crudeza y sin paliativos, imágenes de un mundo áspero rozando lo grotesco: padre morfinómano, curas pederastas, una pobreza extrema que le obligaba a ir al colegio con los zapatos de su abuela y la presencia constante de la muerte desde sus cinco años.

Gamoneda ha sido un hombre austero, crudo, profundo y triste, maestro de la desolación, que define la poesía como el relato de cómo se avanza hacia la muerte, pero la edad le tenía reservada una sorpresa: su nieta Cecilia, a la que dedicó su último libro de poemas. Verla crecer en el ocaso de su propia vida le ha puesto una sonrisa en el rostro y ha ensanchado su transigencia (“Me veo vivir en esa criatura”). Así que se trata de un hombre que relativiza su pasado, hasta el punto que parece de otro.

Su vida comenzó con una muerte.
Sí, mi padre murió cuando yo tenía un año. Y mi vida continuó rodeada de muerte, en 1936 yo tenía cinco años y la veía pasar por debajo de mi ventana. Tenía un balcón privilegiado en la carretera de Zamora por el que pasaban los apresados del ejército republicano tanto de Asturias como de Galicia.


¿Sabía qué significaba?
Sabía que iban a vivir poco, que los llevaban a la muerte. Pero aquel horror era para mí algo cotidiano y normal, y eso es lo terrible, que la muerte fuera algo sin importancia para un niño de cinco años. Pero eso no significa que a veces no tuviera momentos de terror. Recuerdo el día en que, con ocho años, otros chiquillos y yo encontramos los cuerpos de unos hombres en una charca que habían sido paseados por los falangistas la madrugada anterior.

La muerte impregna toda su poesía.
Sí, pero la muerte carece de importancia; cualquier otra circunstancia que se da en este extraño accidente que es vivir tiene más importancia que la muerte, porque la muerte es regresar adonde estabas hace cien años. El miedo a la muerte es miedo al abandono de algo que accidentalmente te ha sucedido: la vida, y es la perspectiva del cejar de esa situación existencial la que te puede comunicar un temor.

Entonces, ¿por qué habla tanto de ella?
Se da la circunstancia de que estoy vivo dentro de ese extraño accidente, porque lo extraño es existir, no existir me parece absolutamente normal. De maneras unas veces deliberada y otras no deliberadas, creas unos lazos con esta existencia y temes su ruptura. Que la muerte tenga mucha presencia en mi escritura tiene que ver con dos hechos; uno, mi situación de huérfano de padre muy pronto, y el otro, con que mi madre me hiciera muy consciente de esa orfandad, y en eso quizá no acertaba demasiado.
“¡… Si viviera tu padre!”, ese tipo de frases las repetía a diario, y eso se mezclaba con las muertes de la guerra y de la posguerra. La muerte estaba ahí todos los días, así que crecí junto a su presencia.

¿Qué ha hecho de usted esa percepción de la muerte desde tan temprana edad?
Ha puesto en mí una noción de la consumación del tiempo, del agotamiento de la temporalidad, muy sensible. Entiendo el paso del tiempo, el día a día, como una aproximación a la muerte.

Pues es terrible vivir así.
Pero es una realidad.

Depende, probablemente su nieta Cecilia sólo vea la muerte por la televisión.
La televisión proporciona una especie de homogeneidad entre una película y un reportaje, entre ficción y realidad. Habrá muchas personas que asistan a una catástrofe con un talante parecido a como asisten a una película de ficción. La tecnología informativa visual está modificando la sensibilidad.

¿Cuándo descubrió el dolor?
Estaba en cada esquina y en cada gesto de aquella infancia pobre, ubicada en el terror y la represión. Recuerdo a una chica que llevaba siempre un cesto de naranjas y las repartía entre los presos que pasaban, pero siempre había más presos que naranjas. Un día, tras repartir las naranjas, vi como se iba a su casa, vivía junto a la mía. Cuando llegó al portal se detuvo, tiró el cesto al suelo y comenzó a pisotearlo. Luego se puso a llorar sobre él. Probablemente yo lamía los barrotes mientras miraba por aquel balcón, porque recuerdo el sabor del hierro y el frío intenso que me daban aquellas escenas.

¿Esos pequeños episodios conforman su carácter?
Sin duda han ayudado a modelar mi manera de ser. Hoy puedo reflexionar, considerar; saber lo que había de crueldad, de solidaridad, saber cuáles eran las causas. Pero entones no sabía nada, todo era para mí normal, lo tremendamente intenso era normal. De madrugada oía los gritos de las mujeres cuando iban a su casa a llevarse a los hombres.

¿Esos episodios son hoy meros recuerdos?
Yo ya no soy ese niño, pero el niño sigue dentro del viejo. Y sin duda toda mi vida está marcada por el hecho de que mi infancia se desarrollase en una España terriblemente alterada por el crimen, el odio y por mi noción de la muerte.

¿Dónde hallaba la felicidad en su infancia?
No sé si hubo un momento. En mí los momentos de felicidad van acompañados de mi sensibilidad y de mi pensamiento, que estaba construido de esos acontecimientos que le cuento. Me reconcilió con la vida la llegada de mi nieta a mis 67 años, cuando pensaba que ya nada nuevo podría ocurrirme, la progresiva conciencia de su existencia me ha permitido sentirme vivir a mí mismo en ella.

¿No le pasó con sus hijas?
No tuvo ese grado, ¿por qué?… Cecilia llega cuando yo sé que hay una cercanía mía en relación con la muerte. El que está empezando a irse se siente vivir en un ser humano que está entrando en la vida, eso es muy liberador y representa el momento extenso más feliz de mi vida.

Con la perspectiva de los años, ¿qué es para usted lo importante en la vida?
Existir, y dentro de esa circunstancia está la amistad y la familia; y sobre todo la empatía, soy aceptablemente capaz de estar en otro, de reconocer al otro como un ser tan real como yo; porque hay personas que la desconocen: si un explotador económico fuera capaz de sentirse en el ser humano al que está explotando, no permanecería en la explotación. Por tanto, esa empatía me llevó también a la militancia política.

Y ese niño que fue, ¿cómo veía a los adultos?
De los adultos el niño tiene una percepción que los coloca en una franja existencial que no comprende, advierte sobre todo las diferencias que existe entre su mundo y el de ellos.

Usted adoraba a su madre.
Es el caso normalísimo de viuda con un solo hijo. Hay una relación que no es la más deseable, porque aunque esté cargada de amor y el niño sea sensible a ese amor y también corresponda dentro de sus posibilidades, hay una cierta posesión excesiva de la criatura por parte de la madre. Sin duda, eso me marcó, y mi madre ha permanecido presente viva y muerta.

¿Era una mujer alegre?
No, entristecida y enferma de asma, por eso vinimos de Asturias a León en el año 1934. Era una mujer triste, pero curiosamente cantaba trabajando. Las mujeres y los hombres, entonces, cantaban trabajando. Ahora canta la radio o la televisión.

¿Usted intentaba consolarla?
No tenía conciencia suficiente, pero si la veía llorar, me acercaba instintivamente. Las madres para los hombres son muy importantes, las llevan toda la vida puestas, y en mi circunstancia todavía más; estuve unido a ella hasta que murió mientras yo le daba una cucharada de comida.

Tanta dependencia implica algo de odio.
No es esa la palabra, pero sí puede existir cierta sospecha de que hay algo excesivo en la relación con esa persona, en este caso con la madre.

Usted se educó en un colegio religioso, ¿qué recuerdos tiene?
Que los frailes golpeaban sádicamente, hasta el punto de que alguna vez hubo que llevar al hospital a algún chiquillo. Y recuerdo que en un ochenta por ciento en aquella comunidad de agustinos había una tendencia a manosear, había una clara paidofilia en aquellos hombres. Algunos llegaban a masturbarse en clase.

A usted, ¿llegaron a manosearle?
Sí. Había un fraile que aprovechaba el confesionario para echarle el brazo por encima al niño, besuquearlo, acariciarlo. En otros, su técnica era el “quédate que tengo que hablar contigo”, y mientras te iba diciendo lo malo que eras, te sentaba en sus rodillas y te metía la mano por el pantalón. Yo, cuando un fraile intentó esa técnica, me desprendí violentamente, luego tuve mis complicaciones y acabé largándome del colegio. En otra ocasión a ese mismo fraile lo tiré por las escaleras.
¿…?
Me había fugado de la clase y estaba en la galería de los mayores. Me encontró solo allí, empezó riñéndome, luego empezó a tocarme, y le empujé.

¿Era usted creyente?
Sí, pero no ferviente.

¿Y ahora en qué cree?
En los individuos, en usted, en aquel señor que pasa por allá, en mí, y en la necesidad dentro de este extraño accidente, insisto, que es la vida, de hacer lo que se pueda para que sea más llevadero para todos.

¿Usted qué ha hecho?
Mucho menos que otros, pero a partir de los 17 años, si tenías un mínimo de conciencia, era inevitable participar en alguna forma de resistencia. No hice grandes cosas, pero sí tuve grandes problemas, pero con suerte; por ejemplo, a mí no me detuvieron nunca.

Pero le dieron una buena paliza.
Sí, pero fue ocasional. Tenía 13 años cuando unos falangistas me dieron bien, pero hubo amigos que salieron mucho peor parados. La muerte de algunos de ellos, ligada a mis convicciones y necesidades de hacer algo, llevaba consigo la noción de fracaso, y me parecía de una injusticia aterradora.

¿Nunca pensó en exiliarse?
No, quizá me lo hubiera planteado si no tuviera una conciencia más fuerte que esa: la necesidad que mi madre tenía de mí. Y aguanté.

¿Qué le ha enseñado la guerra?
De la guerra he aprendido sobre todo que existe un poder económico que se viste en ocasiones de ideología para beneficiarse. Y si para beneficiarse tiene que llevar a cabo hechos sangrientos, militariza su ideología. O sea, que lo que me ha enseñado es que la motivación de todas las guerras e injusticias de dimensión social –que por ejemplo se conserve a un continente entero en condición de hambre– tiene como origen las conveniencias del poder económico.

Veinticinco años trabajando en un banco…
Sí, empecé encendiendo la calefacción a los 14 años, hasta que llegue a tener un cierto mando. Pero cuando me propusieron el gran ascenso, la dirección de una sucursal en Gijón o dirigir un equipo de inspección, una especie de actividad policial de toda la sucursal, me dije a mí mismo que si decía que sí, ya no saldría de allí, y yo aborrecía aquel trabajo.

Un cuarto de siglo aborreciendo su trabajo es duro.
Tenía unas depresiones espantosas. No me fui antes quizá por cobardía. Yo tenía la voluntad de que mi madre tuviera un cierto bienestar y no me atreví a lanzarme, así que fue por cobardía y por amor. Los domingos teníamos suerte porque no trabajábamos más que tres horas.

¿Qué ha significado para usted el amor, amar a otra mujer que no fuera su madre?
Me he sentido más completo, más hombre, pero no por razones machistas, sino porque esa convivencia estrecha te lleva a compartir interioridades, y tuve suerte porque muchos en ese compartir fracasan. A mi mujer la conocí prácticamente cuando era una niña, tenía 13 años. No me siento orgulloso, pero yo la tenía ojeada y hasta controlada, pero la aparqué durante diez años. Ella algo advirtió, pero esperó.

¿Por qué ella y no otra?
Vivía al ladito.

¿Uno codicia lo que ve?
Lo que está cercano, sí. Un día se cortó las trenzas, y los sobreentendidos, lo que no se dice ni se formaliza, hicieron camino.
“Todos sabemos aunque no sepamos que sabemos”, ¿o sólo el poeta?

Todos.
Una imagen de la pobreza que vio y que vivió.
Demasiadas veces la pobreza es grotesca. ¿No es grotesco que un hombre y una mujer se arrodillen en la calle para pedir? ¿por qué esa postura?, es una escenificación burda, forzar la evidencia de sus necesidades. Y eran grotescos los zapatos con los que yo iba al colegio.

Los zapatos de su abuela.
Sí, no había para más. Mi madre les había rebajado los tacones, pero así y todo no pasaban por zapatos de hombre, y los compañeros se reían de mí, ejercían su crueldad, y yo me sentía avergonzado y enfadado. Me hacía daño.

Y usted, ¿era cruel con otros?
No tengo muchos recuerdos en ese sentido, pero es posible que yo haya ejercido la crueldad porque hay una edad, justo antes de la pubertad, en que nos tienta.

Ha vivido en la España pobre y en la España de la abundancia.
Yo he vivido la vida del hambre y no era la mejor, pero en la actual no han mejorado las cosas que sustancialmente son importantes para el ser humano, sino las cosas que son accesorias.

¿El hambre da seres humanos más empáticos?
Actualmente, el grado de conciencia es quizá inferior al de hace cincuenta o noventa años, precisamente porque están ocupando nuestra sensibilidad cosas que encubren que el mundo es tan injusto como hace cien años y en algunos casos más. Nos llenamos de cosas que no importan, que no son decisivas.

¿Qué es lo que realmente importa?
Ser capaces de convivir reconociendo la realidad de los otros. Incorporar la contemplación de la vida desde otros seres humanos va ensanchando la transigencia.

¿Siempre ha sido usted un poeta obrero?
Mi condición proletaria ha ido diluyéndose progresivamente, pero siempre he sido un hombre que ha vivido de su salario, que fue mejorándose con el tiempo, hasta el punto de que a mis 40 años un obrero de mono y alpargatas dijo refiriéndose a mí: “Ese mierda de señorito que va ahí con corbata y traje”.

¿Le hizo poeta la poesía de su padre?
Si yo no fuera capaz de pensar rítmica­mente, no me habría hecho poeta, pero sin duda influyó. En mi casa había un solo libro y era el libro de poesía de mi padre, en él aprendí el abecedario, los fonemas y las palabras.

¿La poesía es una forma de ser o una forma de mirar?
Yo creo que es una forma de ser, aunque no signifique que el ser humano sea idéntico a su creación, pero es algo que le impregna intelectualmente, emotivamente, como se produce en los auténticos religiosos. Por tanto, sí, es una manera de ser. Para los falsos poetas es una forma de mirar y de crear cosas que sean susceptibles de ser aplaudidas.

Usted siempre ha sido un solitario…
Un solitario con amigos, pero nunca he pertenecido a ningún grupo o tendencia. Yo lo digo de otra manera: Soy un provinciano, tengo mis amigos, algunos poetas, otros pintores y otros notarios. Pero no participo de las movidas literarias.

Comunicar interioridades, ¿eso es lo que usted hace?
Esa es mi vocación, y mi actividad más intensa está ligada a eso. Además, con una apreciación reflexionada: la realidad no es solamente la realidad objetiva y verificable, porque existe cierta tendencia a eso de “…son imaginaciones tuyas”, o a quitar importancia a los sueños, que son una forma de interioridad y pueden hacerte unas veces feliz y otras desgraciado. Yo digo que la tendencia a pensar que la realidad es sólo lo objetivable es una disminución de la realidad, que es objetiva y subjetiva.

¿Qué ha querido contar?
Dicho de una manera melodramática pero sincera, yo digo que mi poesía es el relato de cómo avanzo hacia la muerte.

Vaya.
Ese relato no tiene que ser desesperado, yo puedo relatar que avanzo hacia la muerte tomándome copas y paseando chicas; muchos lo hacen, pero sin embargo, quieran o no quieran, los poetas escriben el relato de cómo avanzan hacia la muerte.

¿La alegría no es el mejor regalo?
Yo creo que es más importante llevar uno consigo y respecto de sí mismo una cierta tranquilidad de conciencia.

¿Cuál cree que es el peor de los defectos humanos?
La antiempatía, el hombre que entiende que ahí afuera hay un mundo del cual tiene que extraer todo el beneficio posible como sea y que es insensible al sufrimiento que no sea el suyo. Desconocimiento de la heterogeneidad. Y ese tipo de gente abunda.

Siete ediciones de sus obras completas, Esa luz, no es habitual en la poesía…
Muchas personas me dicen que se reencuentran a sí mismas en cosas que leen en mi poesía, no sé más.

Eso debe de dar mucha satisfacción.
Es esa fraternidad oculta que existe entre los seres humanos, todos respondemos de una manera análoga y tenemos experiencias similares, hay un reconocimiento porque todos tenemos una serie vital en gran parte parecida, pese a las grandes diferencias circunstanciales.

Fuente:http://www.magazinedigital.com/reportajes/los_reportajes_de_la_semana/reportaje/pageID/2/cnt_id/5916
Más Información sobre Gamoneda:  http://www.escritores.org/index.php/biografias/372-antonio-gamoneda
También aquí:
http://islakokotero.blogsome.com/category/antonio-gamoneda/

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