jueves, 1 de noviembre de 2012

La mujer pícara y su constante existencia en la literatura

La mujer pícara y su constante existencia en la literatura

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“La gitana” (Frans Hals, 1630) D. P.

Desde siempre, cuando se habla de novela picaresca se recurre a una asociación bilateral irreversible -picaresca-pícaro-, y se prescinde muy a menudo del sexo femenino.
No nos extraña que este género literario se estudie a partir de una obra concreta, El Lazarillo de Tormes, por ser esta quien moldeó un esquema estructural y un personaje; pero sí nos sorprende que en muchos libros de texto este estudio se apoye en obras como Guzmán de Alfarache, de Mateo Alemán o Historia de la vida del Buscón, de Quevedo, omitiendo otras no menos importantes como La niña de los embustes, La pícara Justina, La hija de Celestina, Las Harpías en Madrid… ¿Realmente no hay protagonismo femenino en la novela picaresca?…, ¿existe o no la mujer pícara?…
Estas preguntas engendraron reacciones dispares entre los propios críticos. Las posturas van desde aquellos que consideran a las pícaras poco aptas para manifestarse tan exhaustivamente como los pícaros (J. Rodríguez-Luis), pasando por aquellos que abogan por un poder liberalizador de la pícara y proclive a la maldad, peor que en los pícaros (Pablo J. Ronquido, Marta de Zayas), para llegar a los que niegan la posibilidad existencial de las pícaras (Thomas Hanrahan). A través de estas líneas queremos despertar aquellas mentes que creen fanática y unilateralmente en el pícaro, y demostrar mediante un ejemplo concreto (Las Harpías en Madrid, de Alonso de Castillo Solórzano) que no solo existe la pícara, sino que además esta reafirma el género picaresco.
 
 

Entre ambos sexos hay, sin duda alguna, una barrera de matiz ideológico. Las diferencias entre la pícara y su congénere es una evidencia que responde a la mentalidad misógina del momento. Esta postura no es nueva. El libro de Buen Amor, El Arcipreste de Talavera, El Crotalón…, hasta llegar al menos a la tradición griega de, por ejemplo, Aristóteles y Hesíodo, aluden ya a los defectos de las mujeres en tanto que agresivas, envidiosas, corruptoras, pecadoras…, y por tanto con nulo interés literario.
Seguramente la pícara habría quedado rezagada si la novela picaresca estuviese únicamente delimitada por la “delincuencia”, tal como pretendieron demostrar algunos críticos (Alexander Parker y Valbuena Prat). Pero hay una vertiente mucho más productiva dentro del género y que la mujer maneja con una destreza inquietante: la astucia. Y de la astucia echará mano la pícara para disculpar su comportamiento cruel y atribuirlo al inevitable paralelismo entre su condición femenina y el poder de la misoginia.
Y además de astuta, bella que es lo que realmente hace triunfar a la pícara. Las Harpías de Alonso de Castillo Solórzano, por ejemplo, poseen una belleza extrema a partir de la cual desplegarán un encadenado y productivo sistema de estafas. Y la belleza es tan relevante que se extiende a otros campos distintos al de la vista. Hay que hablar, pues, de cuatro tipos de belleza:
1) Belleza al ojo, o sea, visión externa de las pícaras que, en al caso concreto de las Harpías son calificadas de “milagros de hermosura”, “hechizo de su beldad”, “ángel andaluz”, “luz de sol”… Se detecta aquí una intensidad metafórica y un reiterado uso de epítetos y adjetivos, que si en un principio insinúan un vacío encarecedor, en una segunda visión sugieren un fecundo progreso de sensibilidad, similar al que Gonzalo Sobejano apunta en la poesía amorosa de Herrera. ¿Y qué sensibilizan?… Enternecen al más firme corazón varonil de todos los tiempos hasta desequilibrarlo. La belleza es, a menudo, el privilegio femenino y la obligación masculina. Y del desorden espiritual del hombre, se pasa a su desorden material. En el primer caso se entrevé la estética trovadoresca del “siervo de amor”, en el segundo la estética productiva de toda novela picaresca, expresada metafóricamente con le locución “potosí de riquezas”.
2) Belleza al oído, es decir, la belleza de las palabras que articulan las pícaras con tono sumiso (“me hace merced el vestirme a su gusto”), ingenioso y adulador (“generoso caballero”),  lastimoso (“en desdichada estrella nací”).
3) Belleza de la imaginación, sostenida por un código conmovedor (el enrojecimiento de las mejillas, el suspiro doloroso, la expresión de los ojos), que tiene como objetivo el anhelo de embaucar y propulsar otra belleza: la beldad monetaria.
4) Belleza al tacto, o contactos físicos entre las pícaras y sus víctimas, mediante los cuales demuestran un falso erotismo para consumar sus propósitos, Así pues, y como ya apuntó Juan Martí en su libro Segunda parte de la vida del pícaro Guzmán de Alfarache, “es grande engaño pensar que la mujer quiere al hombre en balde; no le hace favor ni muestra caricias sino por chuparle y desangrarle, y pan comido, compañía deshecha”. Las Harpías sustituyen al clásico Adonis por el productivo hombre de “afable condición”. No obstante, esa carga erótica no llega a estallar casi nunca, y es más una imaginación masculina que una exhibición femenina. Lo más que llegan a tocar los pretendientes de las Harpías es una mano. ¿Puede considerarse esto precipitación a lo sexual?… En todo caso se trata de una precipitación a la excitación. Comparémoslo con el rabioso sexualismo de La Lozana andaluza (Francisco Delicado) considerada, por sus toques indudablemente picarescos, precedente parcial inmediato de la pícara. La osadía erótica de la Lozana es desplegada por las Harpías hacia el sensualismo casto, castidad que persigue dos ideales: no salirse “comido por servido” y acrecentar la inquietud masculina ante la virginidad. El amor palpitante de las Harpías y de la pícara en general es casi una reproducción -si se invierte el sexo- del “ars amandi” de Ovidio, propugnador del engaño, de la frivolidad y de las promesas sin cumplir.
 

Las Harpías son estafadoras y ladronas, no rameras. La pícara se mueve en un triángulo perfecto: un móvil -hombres ricos-; un motor de atracción -coche, trajes, calidad social, posadas en los mejores barrios-; y un motor de persuasión –los gestos sutilmente femeninos, el sollozo afligido, la ingenuidad dulce y bella-. A partir de aquí no hay duda de las leyes a las que voluntariamente se somete la pícara: ley de la libertad, ley del dinero, ley de la inmediatez, ley del juego, ley de la traición, ley de la mentira.
Consiguen dominar todas estas leyes gracias a su propia inteligencia, o bien, como en el caso de las Harpías, gracias a una tutora que podría tener su antecedente en la alcahueta medieval. Lo que es evidente es que su éxito supera con creces al de su congénere. Mientras que el pícaro está anclado en el determinismo total sostenido por Espinosa y por los estoicos (no logra usurpar una clase social alta), la pícara consigue, a veces, el título de “dama” o “señora”.
¿Pueden quedar todavía dudas del excelente proceder picaresco de la mujer?… Las posibles diferencias forman parte de la situación. Siempre han existido en todos los ámbitos variaciones de un modelo inicial. Se esculpen personajes parecidos, no idénticos. Por esto, a pesar del linaje de las Harpías, de su éxito no castigado, de su poca codicia mitigada con un solo timo, de sus escasos oficios, de su educación “desapicarada”…, a pesar de todos estos elementos, en le raíz de sus engaños se combinan el fondo y la forma de la estructura y del contenido propios de la novela picaresca. La pícara se ha ganado, sin lugar a dudas,  un nombre propio dentro de la literatura.
Anna M. Guàrdia Garcia
Licenciada en Filología Hispánica

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