lunes, 10 de diciembre de 2012

José Hierro

Hierro, novelista inédito

Diez años después de la muerte del poeta, El Cultural descubre las primeras páginas de su novela perdida

http://www.elcultural.es/version_papel/LETRAS/31936/Hierro_novelista_inedito

 
En La Moderna, el bar al que cada mañana acudía José Hierro a escribir y dibujar -era incapaz de hacerlo en casa-, la nostalgia no ha decrecido tras una década de ausencia. Nuestras letras siguen de luto también, pero estos diez años sin Hierro nos están desvelando el rostro oculto del poeta, el de un poderoso narrador clandestino. Aunque en vida publicó nueve relatos (que acaba de recuperar, rescatando un buen puñado de inéditos, Santos Sanz Villanueva en Cuentos reunidos, UPJH), casi nada se sabía de sus novelas.

Porque Hierro (1922-2002) siempre se sintió narrador, y escribió poco después de salir de la cárcel en 1944 cuatro novelas. De hecho, él mismo confesaba creer “sinceramente que es en la novela únicamente donde podré hallar la expresión completa de mi personalidad literaria”. Los resultados no le convencieron demasiado: las dos primeras las desechó “por malas”, pues eran, como le confesó a Pilar Narvión en 1954, “ese cargamento autobiográfico que hay que abandonar en alguna parte”. La cuarta tampoco fue la obra que quería haber escrito. Se titulaba 'Cualquiera que me encuentre', y acabó regalándosela a Joaquín de Entrambasaguas por haberle dado trabajo, a pesar de sus antecedentes políticos, como profesor en los cursos para extranjeros de la Universidad Menéndez Pelayo de Santander. En cuanto a la tercera, se trataba de La vida es el fin, pero ha permanecido oculta hasta hace bien poco entre montones de papeles. En ella parecía creer Hierro de verdad. Llegó incluso a presentarla al premio Nadal, pero la retiró voluntariamente porque reflejaba “con excesiva claridad personas y hechos que han estado cerca de mí”. El Cultural la saca hoy a la luz y publica sus primeros capítulos, en los que el poeta retrata la extrañeza de quien, tras pasar años de cárcel, vuelve a casa y no reconoce ni se reconoce en nada. Sólo en el mar y la nostalgia. Además, acompañamos el relato con dos cuadros al óleo, desconocidos hasta hoy, de Hierro, autor también del retrato inédito que ilustra nuestra portada.


La vida es el fin

José Hierro

CUANDO Agustín Vidal salió de la cárcel lo primero que hizo fue volver a su tierra. No tenía familia y la amistad de los que conoció seguramente se había enfriado ya. El sabía esto, mas a pesar de ello volvió: un hombre, para emprender el vuelo, necesita suelo firme y familiar. Quizá encontrase a alguien cuyo camino se cruzó algún día con el suyo. Y la palabra de quien ya habló con nosotros tiene poder suficiente para dar fondo mágico a la existencia que empieza, para cargarla de sentido, para materializar evocaciones que acaba por no saberse si son simples fantasías, espuma de recuerdos no vividos. Si al encontrarse de nuevo en su ámbito el choque era violento, tal vez fuera mejor. Vería cómo llegaba a él el desencanto, sabría con certeza que ya no pertenecía al mundo que tuvo por suyo. Así, sólo así, arrojaría el lastre que entorpecía su marcha y emprendería el camino rompiendo con el pasado que tanto había idealizado y por tornar al cual había suspirado tanto No debía acordarse de nada ni pensar en otra cosa que no fuera el mismo camino que iba a emprender.


Permanecería allí tres o cuatro días, los precisos para saber hasta qué punto resultaba defraudado. Lo vería todo otra vez. La impresión viviría en él siempre. No ignoraba que lo que buscaba no era el color del cielo suyo, el olor de su mar, la hermosura borrosa de sus montes, sino la emoción que otras veces había sentido ante sus montes, su mar y su cielo. Esto no era posible. Consciente de ellos volvía. Vivía en la oscuridad y tenía que alumbrarse, aunque la luz le mostrara una realidad desencajada y triste. Tres o cuatro días permanecería allí. No pretendía volver solamente a su tierra, sino también a su tiempo. Después marcharía a Madrid y de allí a Valencia. En Valencia comenzaría a vivir otra vez junto a sus viejos amigos. Pero ahora, estos días, necesitaba escuchar la misma melodía que antes había llegado a su oído. Quería que las [cosas] se repitieran para ver si al repetirse lo engañaban, haciéndole creer que no cambian, de la misma manera que los niños quieren que les cuenten las viejas leyendas sin modificarlas, sin cortarlas o adornarlas más que la primera vez que las oyeron. El fracaso de su [deseo] lo sentiría -saberlo ya lo sabía- en cuanto se pusiera en contacto con el deseado [sueño]. Porque la [escena] puede disponer como antaño. Pero ya el tiempo ha pasado por el alma, contagiándola y ensombreciéndola. Y tratar de mirarla con los ojos que la vimos, tratar de detener la obra del instante de tan imposible como pretender eternizar la vibración de una hoja en la brisa del verano o detener el ritmo de nuestro corazón.


Capítulo 1

Algunos personajes que pasan y se olvidan

ACABABA de salir del mar, y el contraste del agua lo había despejado, adormeciendo parte de sus preocupaciones; mas a pesar de todo se encontraba nervioso, fuera de su centro. Se tumbó junto al tronco de un pino y con las manos entrelazadas detrás de la nuca y los ojos clavados en la copa, fue dejando que lo invadiera el ensueño, poblado de viejas imágenes que ahora trataba de incorporar, nuevamente a su vida. Pero le era imposible acomodar los antiguos sueños en su alma de hoy.

Sintió un escalofrío. Febrero no había aún logrado fundir la nieve de los montes que circundaban la bahía. Sobre la playa caía empapándola una dulce soledad. Incorporándose fue mirando las huellas que él mismo había dejado al correr por la orilla. Tenía ante los ojos un paisaje conocido de antiguo. Había estado pensando durante mucho tiempo -más de cuatro años- en este mismo momento que ahora vivía. Y se veía tal como ahora estaba. La realidad correspondía exactamente a la idea que él se había formado. Y sin embargo, a pesar de estar quietas las aguas, las montañas muy verdes y cubiertas de nieve en la cima, el cielo limpio, pálidamente azul y el sol bajo, alargando hasta el infinito las sombras, a pesar de todo esto, faltaba algo -no sabía exactamente qué era- con lo que él no había contado, y que hacía que su mundo suspirado, al aparecer otra vez ante sus ojos, no lograba entrar sosegadamente en su alma.

“Después de todo es preferible entregarse a las cosas sin pensar si son o no como las habíamos imaginado” -pensó. Pero no podía separar de lo que ahora veía el recuerdo de las horas pasadas allí mismo, hacía ya mucho tiempo. Había acudido ávido a recorrer las tierras, a contemplar las distancias, a acariciar con su propia mano las arenas en que se tendiera otros días, y he aquí que cada uno de estos actos, en vez de darle serenidad al espíritu, sólo lograba irritarle, desasosegarle. Y quería saber qué obstáculos había creado el tiempo, qué corazas insensibles que se interponían entre las cosas y él y le impedían el contacto desnudo que otras veces logró.

Para no seguir desconsolándose y entristeciéndose con sus pensamientos tornó al mar. Nadó hasta quedar fatigado. Luego se tendió sobre el agua, de cara al cielo, dejando que las olas lo alzasen y lo hundiesen. El frío del agua lo dejaba tranquilo, encantándole el alma, como si todo él no fuese más que un montón alegre de materia, un animal sano y joven que hallaba su perfección en el contacto de las cosas materiales. Cuando sintió la carne dolorida por el frío, nadó hacia la orilla. Corrió unos minutos a lo largo de la playa. Después se vistió y se fue.

Recorría, a grandes pasos, el puerto. Los muelles estaban abarrotados de sacos de trigo o de nitrato, de barricas de vino, de bidones de alquitrán. Iban y venían los vagones, arrastrados por tractores o parejas de bueyes, llevando las mercancías a la estación. Los cargadores estibaban en camiones el cargamento que las gruas sacaban de las bodegas de los barcos. Sonó la sirena de un petrolero que abandonaba la bahía. Él se volvió para verlo salir. Negro y hundido hasta más ría arriba de la línea de flotación, tornaba más claras e irreales las montañas del fondo. Lo siguió con la mirada hasta que lo perdió al transponer las rocas que señalaban la entrada del puerto.

Comenzaba a ponerse el sol. Habían sonado las sirenas que anunciaban el fin de la jornada. Quedaban los muelles solitarios. Acudía de nuevo a él todo el cortejo de meditaciones que poco antes había arrojado de su pensamiento. Y como tenía miedo de encontrarse a solas consigo mismo se alejó del puerto, encaminándose hacia el centro de la ciudad, más bulliciosa que los solitarios muelles. Allí pensaba ver caras conocidas, familiares a sus ojos. Por el momento necesitaba desterrar de sí aquellos retazos de pasado que lo entristecían. Pensaba que refugiarse en lo que fue debe de estar bien cuando se es viejo, mas él contaba 22 años, y este continuo buscar el ayer, cuando el ayer está todavía tan próximo, lo interpretaba como un prematuro encallecimiento del corazón. Muy apagada por el desaliento debía de sentir la llama de su vida cuando ante lo venidero cerraba los ojos, en tanto que encaminaba su alma hacia el pasado feliz.

Miraba ávidamente a los que paseaban. No veía a nadie que tuviese con él un sólo recuerdo común. Durante un cuarto de hora se cruzó con gente totalmente desconocida: escolares que salían de sus Institutos, modistillas, empleados de los comercios, gentes que quemaban su alegría después de acabar su jornada. A lo lejos vio una cara que recordaba. Apareció, entre la confusión de los que paseaban, primero borrosamente, como cuando miramos un paisaje a través de un vidrio empañado por la helada, después con toda claridad. Era una muchacha, hermana de un antiguo compañero de estudio. Cuando él la conoció tenía 15 años, así que ahora -pensaba- debe de andar cerca de los 21. Al llegar a la altura de ella se paró y la llamó.

-¡Laura!

- ¡Agustín, qué sorpresa! -y lo miraba extrañada como si acabase de topar con un resucitado. Rieron los dos, sin saber exactamente por qué.

--Te he conocido enseguida, a pesar de que te has hecho una mujer. También te diré que estás más guapa -exclamó él cuando cesaron las risas y las palabras atropelladas que sucedieron al encuentro.

-Gracias. Vienes muy galante. Sigo igual que siempre. Y lo que es peor, mi casa también sigue casi igual: continúa siendo un verdadero desbarajuste, con la diferencia de que como los cinco hermanos somos ya mayorcitos nos pegamos mucho más fuerte que antes. Seguimos sin entendernos -Luego continuó bromeando- ¿No tienes por ahí ningún amigo que quiera casarse conmigo? Estoy ya harta de mis hermanos; pero creo que aún tengo para rato. Los hombres no están dispuestos ahora a...

Continuó hablando de cosas que a él le parecieron lejanas y le fue invadiendo una rara sensación de frialdad. Hubiera preferido hablar de los primeros días en que se conocieron, cuando ella aún era una niña, y él también. Salían siempre juntos un grupo de amigos de ambos sexos, y se iban a la playa o al cine. Los unía una perfecta camaradería. Laura era la más joven del grupo. Corría detrás de los muchachos y competía con ellos en saltar los bancos que había a ambos lados del paseo. Lo recuerda todo como si no hiciera más que unos instantes que acabase de acaecer.

-Estás muy callado -La voz de Laura le llegó desde muy lejos. No pareces el mismo. Hace años éramos tú y yo los más alegres de la pandilla. ¿Es que te has hecho viejo antes de tiempo? -arqueó las cejas al hacer la pregunta.

-Estaba pensando en aquellos días. Me parece rarísimo oírte decir que yo he sido de otra manera a como parezco. Pensé que yo no había cambiado. ¡Quién pudiera volver a aquello!

-Tienes razón.

Se quedaron serios. Acababan de expresar su deso de retornar a otros tiempos con las mismas palabras usadas por todos los hombres desde que sintieron la nostalgia del pasado, y les parecía que eran ellos los primeros que saboreaban aquel encanto amargo, aquella atracción de lo que ha sido y ya no es y que lo expresaban con una frase recién creada, que sólo ellos habían cargado de significado. Agustín miraba a Laura pretendiendo encontrar en ella a la otra Laura que él conoció. Esta de hoy casi no conservaba rasgos de la otra.

-¿Y tu hermano?

- Es fácil que lo veas por ahí. Está hecho un vago, un borracho. No hay quien haga vida de él.

-¿Vive aún con vosotros?

-No. Se marchó de casa hace casi un año.

-¿Lo sientes?

-No.

Lo dijo friamente. Y él vió por primera vez en la muchacha un gesto de dureza que nunca había sorprendido. La miró a los ojos. Tampoco estos ojos eran aquéllos, incapaces de reflejar la indiferencia o el odio. Sintió que algo nuevo se interponía entre él y el tiempo que había idealizado. Laura le hablaba de las gentes que pasaban a su lado con palabras tajantes, a ratos un poco libres. Y Agustín la veía cada vez más diferente a cómo había sido. Hubiera preferido hablar de ellos mismos. Ella creía hacerle un favor poniéndole al corriente de lo sucedido desde que él se fue. Pero para Agustín lo que él no había vivido estaba sumido en un pozo donde no quería escudriñar. Laura lo miraba con curiosidad. Parecía que quería aprenderse su nueva imagen. Él casi no veía a la muchacha que tenía delante. Prefería seguir viviendo con la imagen que de ella guardaba en su interior. Aún hablaron de cosas indiferentes y se despidieron.

La oscuridad era total. Se encendieron las luces eléctricas y bajo ellas continuó su paseo. Le gustaría ver otra vez a Alfredo. Alfredo era el que destacaba entre todos los amigos por su despreocupación e inconsciencia. A los 17 años era ya alto y fornido, como un hombre que tuviera más edad. En 1937 se marchó de su casa e ingresó como voluntario en el tercio. Laura fue la única que sintió de verdad la marcha del hermano. Cuando anunció al resto de los amigos que su hermano había marchado al frente, lo hizo como quien no sabe si aquello tiene gracia o es serio. No sabía si aquello era para reír o para llorar, y como le era más fácil reír, anunció entre grandes carcajadas que su hermano había marchado al frente. Alfredo estuvo dos meses en las trincheras y un día se aburrió y se marchó a la retaguardia. Sucedía esto en plena guerra. Seguía demostrando su poco seso, pues aquella deserción estuvo a punto de costarle la vida. El tribunal militar se contentó con mandarle durante cuatro años a África destinado a un batallón de castigo. Antes tendría que cumplir ocho meses de prisión. Cuando era conducido, se fugó aprovechando un descuido de los escoltas. De nuevo fue apresado y esta vez, por más que hizo no logró evadirse. Permaneció en la cárcel durante ocho meses. Laura solía ir a ver a su hermano todas las semanas. Lo hacía en compañía de algún amigo de Alfredo. En el locutorio le ponía al corriente de cuanto ocurría en la casa. Los padres habían muerto siendo ellos muy pequeños y cada uno de los hermanos vivía a su gusto desde entonces, sin otra preocupación que la de cobrar mensualmente la pensión que les pasaba un tío suyo, a quien el padre, al morir, había nombrado albacea testamentario. Ni uno solo de los hermanos se preocupaba de hacer prevalecer el buen sentido. El poco tiempo que permanecían juntos lo pasaban riñendo y rompiendo cacharros para demostrar su indignación. A Laura le pegaban sus hermanos porque iba a visitar a su hermano preso. Ella pagaba en la misma moneda, tras de lo cual solía ir en busca de “la pandilla” a la que relataba llorando el trato que recibía de sus hermanos, y riendo la manera que ella empleaba para responder.

Pues ahora iba a encontrarse con Alfredo. Se encaminó a la taberna donde le había dicho Laura que solía estar por las noches de ocho a diez. Tenía curiosidad por volver a verle. Le inspiraba una profunda compasión aquel muchacho. No sabía decir exactamente por qué. Pero siempre pensaba en él como en un barco a la deriva. Y le daba pena.

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